miércoles, 26 de noviembre de 2008

RELATOS DE MARISOL

Marisol Ibañez, una buena amiga y compañera, con gran habilidad y soltura, para recordar y relatar cuentos y hechos reales, envolviendolos de magia y encanto con ese lenguage tan personal y único.


“JUGANDO CON LA INFANCIA”
- Relato 1: La visita del Diablo -
Aunque mil años viviese, siempre recordaré a aquella maestra. Se llamaba Doña Elvira Ramírez Toledano y era de todas sus colegas quien llevaba la bata de cuadritos blancos y azul marino con más elegancia. Aquella elegancia no obstante no había sido gancho suficiente para atraer a ningún marido apetecible y Doña Elvira, como tantas otras maestras de antaño, había entrado a formar parte de la cooperativa semi-seglar femenina conocida como “Misatrabajoicasa”. Yo le tenía cierto cariño a Doña Elvira y no me importaba que fuese miope y un tanto pazguatona, aunque después de tres años con ella empecé a encontrarla sumamente aburrida y tal vez ésa fuese la causa de que actuase como se verá más adelante. No vayan a pensar que el permanecer tres años sin cambiar de maestra se debiese a mi escasa capacidad para aprender, sino a los buenos oficios de mi tutora legal, Manola Páez de Montes que ejercía de cocinera en el mismo centro educacional donde enseñaba Doña Elvira. Manola, una mujer atribulada por la pesadumbre de un pasado aún cercano, nunca llegó a entender porqué diantres a su amiga Dorita, que en paz descansase, se le había ocurrido la idea de adjudicarle aquella tutoría en su lecho de muerte: una cría desgarbada, con entrecejo y bigote, con dos palmos sobrantes que no se sabía dónde meterlos. Y en aquellas circunstancias tan inesperadas como desagradables, Manola recurrió a Doña Elvira para que “domase a aquel potruelo asalvajado”. La verdad es que los dos primeros años ni la misma Doña Elvira entendía a qué tipo de doma se había referido Manola, tal era de bueno mi comportamiento: atenta a las explicaciones, callada, respetuosa, bien educada, obediente… Que Doña Elvira mandaba hacer planas? Pues allá que iba yo y me esmeraba al máximo en complacerla poniendo todo mi empeño en que los rabos de las bes y de las des y de las eles fueran todos del mismo tamaño porque ya entonces, a tan temprana edad, me había dado cuenta de que las salidas de tiesto no son buenas consejeras. Pues, y en la fila? Jamás Doña Elvira tenía que regañarme como a algunas de mis compañeras por hablar mientras se rezaba o se cantaba, pues formaba yo filas con el porte de un militar y me aprendía los cánticos y oraciones con tanto empeño que una vez y otra Doña Elvira le decía a Manola: “es una alumna ejemplar”. Pero como ninguna situación es perdurable sucedió que una mañana de invierno, mientras caminaba yo hacia mi Centro de Saber con unas botas katiuskas y un impermeable de plástico duro verde, un fuerte viento casi huracanado me arrastró y virtualmente volé con mi cabás de madera incluido por las calles de aquel mi pueblo de adopción, y justo al llegar a la escalerilla que conducía a la clase de Doña Elvira se me presentó Satanás disfrazado del chico que ya entonces me gustaba y me dijo: “eres la niña más guapa que mis ojos han visto jamás” y yo, colorada como un pimiento, no por el intenso frío sino por el piropo, entré en la clase de Doña Elvira gritando: “le he visto, le he visto. He visto al demonio!.” Me parece estar aún viendo a Doña Elvira que, como dije al principio de este relato era de una elegancia casi majestuosa, acercarse hasta mí, hacerme sentar, y decir al tiempo que me desabrochaba el impermeable y la trenca, dejando al descubierto la blancura del babi: “Agua, agua, que traigan agua!. Agua es lo que necesita para sacarle la sofocación”. Con el agua vinieron otras maestras de los alrededores haciendo cruces y genuflexiones a mi alrededor para ahuyentar a la bestia satánica, y el alboroto fué in crescendo hasta que al fin pasó lo que tenía que suceder, que se llamó a Manola, quien estaba nada más y nada menos que confeccionando una manga gitana. Manola entró en la clase, me agarró la mano con toda la fuerza que su odio hacia la humanidad le confería y me arrastró hasta la casa a la misma velocidad que yo había llevado en mi encuentro con Lucifer. Sin decir ni mú, Manola me encerró en la cámara del caserón que compartíamos y allí me tuvo a pan y agua porque según ella esas visiones diabólicas eran debidas a que en los últimos tiempos había comido demasiado lomo embuchado. Llevaba allí encerrada ni se sabe el tiempo cuando vino a visitarme Doña Elvira y me preguntó si estaba arrepentida de mi pecado y yo, sin saber exactamente lo que era un pecado, aunque intuyendo que la palabra pecado estaba asociada con la matadura de hambre a la que Manola me tenía sometida, le dije que sí, que estaba arrepentidísima y mis lágrimas hambrientas las tomó Doña Elvira por unas de arrepentimiento y con mucho candor me dijo que aunque me quedaba aún bastante tiempo para hacer la primera confesión podía salvarme si rezaba con ella el “Yo Pecador”. Y allá que nos pusimos, sentadas ambas en la salita donde Manola había llevado un brasero en honor a Doña Elvira, y rezamos la oración. Bueno, ella rezaba y yo repetía. Ese fue mi último curso con Doña Elvira. Después tuve otras maestras más jóvenes, más simpáticas, más graciosas, con más carácter que Doña Elvira, pero es solamente de ella, de Doña Elvira, de quien me acuerdo hoy tan lejos en el tiempo como la maestra que me ayudó a atravesar aquella pedregosa calle de mi infancia."


-Relato II – Placeres Nocturnos-
La consigna que yo esperaba cada anochecer era el murmullo suave de los eucaliptos de los huertos colindantes. Al sentir en lo más recóndito de mi ser aquel incitante susurro, corría al piso de arriba desde cuyos balcones se veía el jardín de la torre en toda su extensión. A esa hora. La única ventana con luz que quedaba era la de la oficina del señor de la torre, pero desde mi punto de observación podía controlarle recogiendo papeles en su maletín, listo para abandonar el edificio. Casi siempre la luz de la oficina se apagaba al mismo tiempo que la noche aparecía vestida de negro. En el caserón todo estaba en silencio. De Manola no tenía que preocuparme, porque una vez dadas las buenas noches se metía en su alcoba y de allí no se movía, rezando a sus muertos hasta que el sueño la vencía. Poco a poco las calles se iban vaciando quedando solo algún rezagado que se apresuraba hacia su casa como huyendo de los malos espíritus que acechaban ocultos por las esquinas. El murmullo de los eucaliptos se hacía más contundente, como un mandato, y para entonces ya era noche cerrada y podía emprender mi nocturno viaje en completa soledad. Y cerrando los ojos me dejaba llevar por el viento, primero desde el balcón a la tapia del corral de los “Precisos”; luego, andando por encima de tres o cuatro tejados de casas limítrofes y a continuación, caminando aprisa casi a la pata coja, recorría el tejadillo del muro que circundaba los jardines de la torre hasta llegar a un porticuelo que se abría al sentir mi presencia. Reinaba un silencio casi sepulcral en los jardines, interrumpido solo por el roce de las hojas de las moreras o el perenne chorrillo de las fuentes. Y era entonces cuando empezaba a sonar la música. No era aquella música ni pachanguera ni clásica, ni el resultado de coros virginales del cielo ni de bandas estridentes del infierno; era una música distinta a todas las demás que el ser humano haya podido escuchar jamás; una música que me imbuía de un poder inmenso, una música que me hacía invulnerable a las menudencias de la vida cotidiana, una música que me daba la llave de la torre y me hacía dueña y señora de la misma, incluyendo los edificios, los patios y los jardines. Y el viento me transportaba sin tocar el suelo por las escalinatas que conducían al patio segundo y una vez allí danzaba en el aire siempre en proceso ascendente, sin parar, sin parar… “Voy a tenerte que poner un despertador” decía Manola mientras abría las ventanas. “Corre, date prisa. En un santiamén sonará el pito”. Y me levantaba, y a poquito salía corriendo con mi cabás pidiendo a Dios que estuviese abierta la puerta chica para poder colarme en el patio antes de que el pito sonase. Y ahora estaba en la fila algo cansada pero erguida aún cantando “prietas las filas, regias, marciales, nuestras escuadras van, cara al mañana, que nos promete Patria, Justicia, y Paz.”

-Relato III “El Albergue” “El Albergue”-
Fué como se denominó a la nueva residencia de la tercera edad, porque en opinión de los entendidos dicho nombre tenía una connotación de primavera, como una alianza que te unía a la pasada juventud. Una de las características innovadoras de la nueva institución era que las habitaciones se adquirían con derecho de perpetuidad, algo así como los panteones familiares. De hecho, yo ocupaba la misma habitación que en su día había ocupado Manola quien, como mujer con los pies en la tierra que fuese, había tenido en vida la previsión de invertir en El Albergue. Para mí era obvio que El Albergue estaba en los antiguos edificios de nuestro Centro de Saber, pero cuando intentaba hacer ver a los otros residentes que nuestras habitaciones estaban construidas aprovechando las viejas clases me dejaban sola como la una con excepción de Galo, que recordaba perfectamente aquellos tiempos y sabía que lo que yo decía era cierto. Hacía no mucho que Galo se había unido a nosotros en El Albergue. Al principio no le reconocí, claro, no era ni la sombra de lo que fuese; luego, cuando se dió a conocer me entró una rabia sorda, porque lo que eran las cosas, toda mi infancia y primera adolescencia había estado enamorada hasta los huesos de Galo y él sin hacerme caso, para que se hubiese presentado en mi vida cuando estábamos en el umbral del camposanto, sobre todo con aquel porte tan desgastado que tenía. Pues, como iba diciendo, nadie excepto Galo se creía que nuestras habitaciones en El Albergue eran las antiguas clases divididas e incluso conservaban algunos objetos de entonces; por ejemplo en mi cuarto la ventana aún tenía la persiana graduable verde clarito y el cuadro de la Purísima. Galo decía que en la suya tenía el retrato de Franco y el escritorio de Don Alberto Pasamontes. Yo no lo había visto porque aunque me había invitado varias veces a subir, no me apetecía para nada estar con Galo a solas. Y pensar que antaño hubiese dado mi vida entera por estar a solas con él… Por lo único que le toleraba, aparte de ser la única persona que avalaba mis aseveraciones, era porque recordábamos juntos a los compañeros la mayor parte de los cuales estaban muertos, pero se pasaba bien recordándoles especialmente ahora que pronto íbamos a reunirnos de nuevo con ellos. “Te acuerdas, “ empezaba Galo, “de lo sinvergüenza que era Andrés Hurtado?. De aquella vez cuando escupió en el vaso del agua de Don Desiderio Villahermosa?” Y nos partíamos de risa recordando el evento, aunque enseguida me enfurecía porque a Galo cuando se reía se le movían los dientes postizos y le caían de los ojos unos chorritos legañosos la mar de desagradables. Nunca me atreví a preguntar a Galo si estuvo realmente enamorado de alguna de aquellas muchachas con las que paseaba la acera cuando tenía una dentadura preciosa y unos ojos chispeantes; me daba como reparo, o tal vez miedo de que dijera que sí, que alguna de ellas le había calado por debajo de su ego de gallito, pero lo dejaba estar por aquello de que agua pasada no movía molino. “Pero, puede saberse qué haces mirando a las musarañas?’ preguntó airada Manola, mientras desenrollaba el hule en preparación para la cena. “Vega, venga!. Recoge este arsenal de libros, que parece que estés estudiando una carrera, y ayúdame a poner la mesa”. Y mientras iba y venía haciendo ruido con la loza seguía rezongando: “Señor, qué habré hecho yo para merecer este castigo?” Y terminaba la perorata diciendo: “Después de cenar, nada de michines. A la cama derecha, que luego por la mañana, no hay quien te mueva.” Cenamos en silencio, como siempre. Y tras la cena, como siempre, la besé en la mejilla y le dije “Buenas noches”.

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